jueves, 24 de enero de 2008

La mesa inexperta


Después de el café, nunca sé que decir. El periódico yace aún doblado sobre la mesa del desayuno, impregnado con aquel aroma intenso de papal impreso, con todo el acontecer nacional e internacional. Un pretexto banal para dejar a un lado mi acontecer día a día. Mi esposa no me habla hace semanas, y todos los momentos juntos con los niños presentes se vuelven un martirio. Pareciese que a ella no le importase que la pequeña Marisol se de cuenta de que sus padres están enfadados; por lo menos yo trato de disimular mi enojo, en cambio ella no trata de esconder sus miradas gélidas y comentarios irónicos. Rafael ya es más grande y se da cuenta de todo. Aunque he hablado con él, sé que aún no entiende porqué sus padres tienen que ser tan testarudos al momento de ponerse de acuerdo en algo. Y es que por más que intenté explicarle, no logra entender. ¿Qué más puedo pedir a un adolescente de tan solo trece años que su vida, afortunadamente, aún es videojuegos y amigos? Siento que lo estamos haciendo madurar antes de tiempo, tal como mi madre lo hizo conmigo. Las tostadas están listas sobre la mesa pero no tengo hambre. Nunca tengo hambre últimamente, como si mi estómago estuviese muy sensible a la comida. Marcela no hace gesto alguno, tan solo se limita a preguntarle a Marisol si tiene su mochila preparada para el jardín. Ella responde asintiendo la cabeza. Rafael me mira y noto en su mirada que entiende la situación: luego de acabar con su cereal, toma a su hermana del brazo y la lleva al baño a terminar de peinarse. Luego el bus escolar los pasaría a recoger, dentro de diez minutos. Es ahí cuando el vacío toma nombre y apellido: Marcela Subercaseux, mi mujer. Desde que tuvimos aquella última pelea el infierno ha tomado parte en nuestro hogar. Todo lo antes formado comenzó a derrumarse inexorablemente. Cuando Rafael vuelve con su hermana para despedirse, me puedo dar cuenta del silencioso grito que me dicen sus ojos: Por favor, salven esta familia.
No puedo contener la emoción de ver mis los dos tesoros que tengo en la vida sufriendo por culpa de las malas decisiones que sus estúpidos padres cometen. Marisol tiene puestos sus grandes ojos negros sobre mí, tratando de decifrar el porqué de mi rostro sombrío. Mi mujer dice algo que no puedo comprender del todo y ambos niños abandonan el hogar. Se oye que el bus se aleja lentamente en la calle. Obersvo por un momento la mesa inexperta de mi vida: lo cotidiano que se convierte en especulaciones de lo que pudo haber sido un matrimonio feliz, lleno de lo que sospecho dejó de existir, amor. Y es que el pegamento que me ata a mi mujer ya no es ese sentimiento ineludible que nos atara en el pasado. Ahora son los hijos, la casa, el auto, las cuentas, millones de excusas que se apilan una sobre otra en la mesa inexperta, rodeadas de tostadas con mantequilla que nadie va a comer por el apetito se escondió en los confines de la desilución.