martes, 29 de diciembre de 2009

Sofía.


En este mismo lugar, a dos metros del piso, aguanté la imagen pétrea de Sofía. Desde pequeño la acompañé en el pasar de sus horas jubiladas, sentada en la banca que se encuentra bajo el palto. Después del almuerzo, ella solía rezar sentada a la mesa para pedir por aquellos que no tenían alimento. Lo hacía tan indiferentemente que siempre he dudado si aquellas súplicas fueron alguna vez escuchadas. En esos minutos, yo aprovechaba de lavarme los dientes, sacarme el uniforme, mear y ver unos pocos segundos de televisión. Cuando escuchaba el garraspar de su garganta, me dirigía velozmente hasta ella y le ayudaba a bajar las escaleras. Llegábamos al patio a eso de las dos y media de la tarde, cuando ya el sol iniciaba tímidamente su descenso, y nos instalábamos en nuestros rincones habituales. Ella apenas se sentaba, comenzaba a cantar melodías añejas con voz de hombre, siempre con una sonrisa en los labios salivosos. Yo, ya refugiado en mi árbol, intentaba descifrar lo que aquellas canciones decían. De todas las que recuerdo, mi favorita era esa que aclamaba: “Y de paso en esta vida vamos llorando, sufriendo los minutos y las horas que pasan”.

No obstante, ahora ya no pienso en el pasado. No me interesa lo aconteció en los días previos a este día, pues de alguna manera todo pierde y gana sentido a la vez. Lo pierde pues empiezo a entender que todo lo que hecho ha sido inútil si no ha tenido como finalidad al amor. Y lo gana, pues siento que he recorrido un camino sinuoso pero constante, que me llevó a conocerlo meses atrás.
Pienso en Luz.

[Otro extracto de mi novela, pronto hay más]

domingo, 27 de diciembre de 2009

La ciudad del veintiuno.


Extraños en la ciudad del veintiuno


He nacido en la ciudad del veintiuno.
No conozco el trigo del que me hablan.
Pero mis padres expelen un aroma extraño
Cuando recuerdan sus respectivas infancias
Cubiertas de arado y semillas.

Ellos vinieron a la ciudad del veintiuno,
Porque la suerte les deparaba destinos ahumados;
Quizás buscaban un techo nuevo,
Añorando la tierra mansa que dejaban como un recuerdo.
Sus pies ahora reposan sobre cemento maduro.

No comprendo sus dialectos de bueyes y chuicas,
Ni entiendo sus lágrimas al ver la cordillera sureña,
Pues crecí entre arbustos artificiales,
Pura selva de la modernidad encarnecida;
La brisa para mí no significa nada más que viento fétido.

miércoles, 23 de diciembre de 2009

Jardín


Desciendo las escaleras sin prisa, contemplando los retratos que descienden conmigo por la muralla. Veo rostros fingiendo puerilidad, intentando dejar una buena impresión para la fotografía, pero que, sin embargo, no reflejan su truncada realidad. Veo a mis bisabuelos transandinos, padres de Sofía, disfrazados de novatos aristócratas, con ropajes suntuosos e incómodos. Deduzco que se dejaron retratar luego de vendieron sus tierras a esos gringos, ya que antes no habrían tenido suficiente dinero para hacerlo. Mi bisabuela era bastante hermosa, pero su cuello era demasiado extenso. Hay otro retrato cuatro escalones más abajo y es de mi tío Jacinto cuando tenía cuatro años. Con una mano está saludando y con la otra hurga en su nariz. Al lado de éste, hay un rarísimo retrato en sepia de Sofía, cuando trabajaba de vedette. Se puede ver la mitad de su piel, tersa en aquel entonces como la aceitada piel de un tambor indígena, sin el menor indicio de las corrupciones que sufriría con el pasar de las horas de su vida. Sonríe, y su cabellera emplumada es más alta que ella misma. Lo único elegante del retrato es el tenue sepia que lo envela. Qué espanto.
Salgo por la puerta trasera, hasta el patio mismo. El Cielo. Es un lugar único, en el que apenas se ven las nubes, pues los parrones infinitos y las ramas de los árboles enmarcan su existencia y dejan afuera todo lo que no le brinde perfección. Corre una suave pero constante brisa, que traslada hojas muertas y pelusas propias de la flora. Todavía quedan árboles verdes, pero la mayoría ha desistido: se dejaron seducir por este otoño del 97 y abandonaron la vida, desamparando a sus hojas que no tienen más opción que abandonarse también.
El suelo está cubierto del verde pasto que llega hasta mis talones, muy tierno, casi infantil.


(Extracto de mi novela "Las horas que pasan", no terminada aún)

sábado, 19 de diciembre de 2009

Aguas de virtud



Aguas de virtud.

Corregir la voz para que sintonice
Con un clavicordio de inquietud;
Será inquieta la mañana
En que eso sea posible.

Pues mis pies son lavados en una laguna
Donde crece fauna de sensatez,
Donde no hay lugar para la potencia,
Y donde el sol ya no brinda su luz imperfecta.

Y es entonces cuando me sumerjo de espaldas:
El no respirar pasa a ser un accidente verde,
Y los pliegues de agua me sacuden la incertidumbre;
Yazgo enfermo en el fondo de lodo.

El tono púrpura de mi piel no indica otra cosa
Que estoy aprendiendo a ser digno,
Alzado frente a un sinfín de troncos amables
Que conforman un altar pagano a la impaciencia.

Por la senda recta caminaré empapado,
Aun chorreando gotas de aquel lago insano,
Que se encargó de curtir mi voluntad potra,
Y de limpiar de mis rincones todo rastro de pecado.

Sin embargo el camino es de tierra,
De rocas, de madreselvas,
Y que me ensucie pasa a ser un accidente rojo.
El lago ya no volverá a rociar su virtud.

Significa eso que la vida sigue,
Que no importa si atardece, lo importante es socorrer
A la carne cuando ésta llama.
Cuando llama, y no es atendida.

Olvidaré lo aprendido y seré el ciego
Que es ciego por no querer ver.
Y gemiré hasta la luna el placer que emana como leche,
Para repetir mi insolencia por los siglos de los siglos.

Y que me condene a mí mismo
Pasa a ser un accidente negro.



Luis Bravo.