viernes, 29 de enero de 2010

Ciervos


Ciervos


Bebe el agua del arroyo,
bebe su maleza
y levanta la vista.
Búscame entre los troncos finitos,
entre la hierba,
y entre los altares.

Enséñame a galopar sereno,
en un ritmo de antaño,
que nos da impluso,
a ir cortando la brisa amarilla.
Enséñame a ser pulcro,
y arrancar del peligro cuando éste se asoma.

Recorre conmigo el sendero,
toma mi cuerpo y hazlo nieve.
Indica con tu pelaje
el lugar exacto donde me quieres.
Y mantendré mi posición, escueto,
y aguardaré a que regreses.

Conoces el bosque
como yo conozco tu salvaje aroma.
Vuelas entre el muzgo
y te confundes con la espesura.
Y me deseas,
mi infantil silencio de barro y felpa.

Monta mi alma que nada cerca,
y hazla indómita de nuevo,
como la nube negra, negra.

Indómita de nuevo,
ciervo manso.






Luis Bravo.

jueves, 28 de enero de 2010

Viajero


Partir sin ti es
como abandonarse a la intemperie.
Es continuar la muzgo ruta
sin el impulso del mar.

El viaje sin ti
no es viaje ni camino.
Mas es orbe absoluta y soledad
indiferente.

Veo los árboles volar por mi ventana.

Pero viajar por ti
no sin ti, sino por ti,
es aventurar el corazón
por una senda mansa,
floral,
como en la pradera de la vida,
y ensuciarme con tu barro
será limpieza eterna.
Será perfume a estampa.

Será tus besos imaginarios.



Luis Bravo.

lunes, 11 de enero de 2010

Dos caminos al puente (parte I)


Dos caminos hacia el puente


Con la manga del chaleco me limpié las lágrimas y con un pañuelo desechable, la sangre. Para no dejar huellas. Sentía en el pecho la pequeña dosis necesaria de alivio para continuar respirando sin pensar que tal vez no debería estar haciéndolo. Miré hacia mi derecha, para asegurarme de que la bicicleta aún estuviera donde la había dejado, y vi dos siluetas caminando abrazadas en la oscuridad del parque. Se alejaban de mí, razón por la cual no me importó recostarme en el pasto e intentar dormir: estaba sola y si alguien venía por la bicicleta, allá ellos.
No había dolido tanto aquella vez. Quizás debí haber intentando con más fuerzas. Sin embargo, había salido la cantidad suficiente del líquido puto para calmar mis nervios y mi euforia. Al verlo emerger de mi interior, odié lo similar que era al vino que emborrachaba a mi padre viernes y sábados y, para evitar el disgusto, cerré los ojos y me dispuse a asimilar el dolor. Cómo escocía. Procuré extenderlo lo más que podía, sin romperlo, dejando que lo podrido que tenía por dentro se expresara a través de los cortes en mi antebrazo. Sin embargo, de a poco se fue desvaneciendo, como un amanecer vanidoso.
En mi mente se encuadraban imágenes recientes, nítidas y vertiginosas, mostrando rostros conocidos y sonrisas eternas. El cumpleaños de mamá. Dos días atrás, la familia se había reunido en casa para celebrarlo de la misma manera que veníamos haciéndolo por los últimos once años. Muchos parientes, a los que usualmente les confundía el nombre, me saludaban con un afecto artificial, arrendado para la ocasión, aparentando curiosidad en mis estudios de Letras y en mi vida sentimental. Yo ya tenía ciertas respuestas memorizadas que me ayudaban a sobrellevar infaliblemente situaciones como esas. Por supuesto, no faltó el la tía lesbiana que me abrazó más de la cuenta, hundiendo sus flácidos senos en los míos, ni el primo bromista. Creo que se llamaba Jaime el que hizo el primer chiste de la velada.
– Y tú, primita, ¿qué estás estudiando? – había preguntado una vez que un numeroso grupo de familiares había puesto su atención en mí por un momento.
– Letras – contesté, contrariada.
– ¿En serio? – se sorprendió –. ¿Y en qué letra van?
La carcajada colectiva me pareció similar a una colmena de abejas furiosas. Intenté borrar de mi rostro la amargura producida por el chiste y aparentar que la hilaridad de mi primo también me complacía. No podía caer en la sinrazón de enojarme por su broma (no era la primera vez que la escuchaba), pues eso habría denotado un evidente mal gusto y poca clase. Dejé escapar ciertos ruidos de mi garganta, esperando que sonaran a risa fresca y sincera, y luego me alejé sonriendo. Fui hasta la cama de mamá, donde yacía postrada hacía más de once años. Posó su mirada en mí, fulminándome con proyectiles de una complicidad alimentada por el tiempo. Ella estaba consciente de que no estaba disfrutando la fiesta y casi se sentía culpable por ello, ya que era la causa eficiente de la presencia de tanta gente. Parecía que su condición de enferma crónica daba razones irrefutables para celebrar los cumpleaños vehementemente. Nadie, sin embargo, se atrevía a aceptar el real motivo de tanta parafernalia: aquél quizás era el último cumpleaños de la tía Fernanda. Había que celebrarlo como correspondía.
Iba a ese parque a hacerme cortes en los brazos. En casa no habría sido adecuado, ya que papá ocupaba gran parte de su tiempo en enterarse qué estaba haciendo; menos en la universidad, lugar donde mis amigos iban a aparentar lo perfecta que eran sus vidas y a fingir que entendía al menos una décima parte de los autores clásicos y de los contemporáneos. En clases, levantaban manos y expresaban sus puntos de vista, no convenciendo ni a los profesores ni a sí mismos de las barbaridades que llegaban a decir. No obstante, todo el resto fingía de la misma manera entenderse unos con otros, asintiendo sus cabezas con parsimonia, y al final de la jornada, profesores y alumnos se retiraban felices al creer que enriquecieron su conocimiento personal de cierta obra o movimiento vanguardista. Sin embargo, siempre estaban los dos mentirosos aún más descarados que salían de la sala charlando con el profesor acerca del profundo alcance de sus reflexiones literarias y de sus inquietudes acerca intertextualidades no advertidas y flash backs asombrosos.
Era por eso que aquel lugar resultaba perfecto, sin nadie que me molestara ni a quien rendirle cuentas por mis acciones. Estaba a un costado de la calle Andrés Bello y se llamaba Parque Costanera. Iba en mi bicicleta cada vez que sentía que that was it; que ya no resistía más. Me sentaba en el pasto con las rodillas flexionadas, contemplando el río Mapocho, que bajaba de la cordillera. Si tenía suerte, a veces llegaba hasta mí el olor fétido de la mierda que llevaba el río consigo: eso me hacía sentir que no sólo en mi mundo interior existían cosas tan podridas.
Cuando ya acumulaba suficiente tristeza tanto en mi corazón como en mis ojos, sacaba de mi mochila el estuche de mis anteojos de lectura donde guardaba los repuestos usados de las navajas de papá. Solía contemplarlas unos instantes, agradeciéndoles la existencia. Me inundaban cientos de emociones que recorrían con juerga todo lugar dentro de mi cabeza y, en el intento de descifrarlas y eliminarlas, la sangre ya se encontraba escapando de mis brazos. Sinceramente, no me daba cuenta cuando me hacía los cortes. Era lo de menos. Tan sólo sentir los hilos de sangre surcar mis brazos hechos añicos era motivo suficiente para exponerme a los peligros de la ciudad anochecida.
En aquella oportunidad, no logré apaciguarme lo bastante para quedarme dormida. A los minutos de dejar mi cabeza apoyada en la mezcla de pasto y barro donde estaba recostada, un grupo de adolescentes comenzó a charlar con alaridos muy cerca de mí. Entre la modorra, la confusión y el dolor, pude vagamente reconocer ciertas palabras y frases inconclusas que emergían de sus bocas, y más de alguna risa chillona de una pendeja extasiada.
– ¡Pero, Teresa, no…!
– Ay, Hugo, que le das color…
– ¿…y con la amiga? Oh, qué maricón.
Deseaba que se quedaran en silencio por algún instante, pues sus voces sólo venían a complejizar mi propio caos interno. A través de mis ojos entreabiertos podía visualizar las luces mortecinas de los faroles, las estelas que iban dejando los autos por Andrés Bello y las sombras que el ramaje del árbol sobre mí proyectaba. Justo después de un bramido particularmente sonoro y afeminado de algún muchacho, logré abrir los ojos completamente y vi a los chicos que producían tanto jolgorio. Con imprecisión pude deducir que eran seis, tres hombres y tres mujeres. Iban vestidos peculiarmente, con ropa que jamás en mi vida había visto. Como si fuera el mundo al revés, los hombres llevaban el pelo largo y ocultándoles el rostro, y las mujeres eran casi calvas: las tres iban rapadas o con algún mechón excepcional caído sobre sus frentes. Deduje que eran parte de alguna de esas hordas urbanas propias de los sectores periféricos de la ciudad, aquellas que eran el resultado de los quiebres familiares, las homosexualidades no asumidas y las rebeldías disfrazadas de estilos de vida. Estaban sentados, formando un pequeño círculo deforme, en cuyo centro se encontraban sus mochilas y bolsos amontonados. De un teléfono móvil emanaba una melodía que no pude descifrar entonces, y descubrí que el bullicio se debía a que se estaban sacando fotografías unos a otros.
Realizando un esfuerzo sobrehumano, levanté mi cabeza y enfoqué la vista en los adolescentes. De inmediato, me produjo escalofríos el acre sabor a barro que sentí en mi boca, pues no me había dado cuenta que había estado recostada con la boca abierta sobre el pasto. Me produjo fuertes puntadas en la cabeza el cambio tan brusco de posición, pero la mantuve en alto, pues quería ver mejor a los muchachos. Por un instante fugaz, olvidé todo dolor y confusión, y me concentré en ellos. Qué diferentes se veían. Intenté en vano encontrar alguna semejanza con el tipo de gente con el que yo solía relacionarme, y me costó trabajo comprender cómo gente de casi la misma edad y viviendo en una misma ciudad pudiese parecer de distintas etnias. Por más que intentaba, no lograba conectarlos, ni en la forma de hablar, moverse, vestirse y reírse.
De pronto, dos de las muchachas se levantaron, tomadas de las manos, y comenzaron a caminar en dirección opuesta al grupo y a mí. Me mantuve observándolas mientras se alejaban, y a los segundos corroboré la tesis que venía procesando: detuvieron su andar y se dieron un beso prolongado. El resto de los jóvenes se levantaron luego y caminaron hacia las lesbianas. A los cinco minutos, el parque (o al menos el lugar donde yo estaba) se volvió a encontrar deshabitado completamente.
Por que yo no consideraba a mí misma como a un habitante, de ningún lugar ni tiempo.

A la mañana siguiente, mientras desayunábamos, papá me preguntó qué demonios era lo que hacía en el parque por tanto tiempo. Yo masticaba mi tostada con lentitud y con la vista clavada en mi café, y no respondí de inmediato. Tomé todo el tiempo necesario para triturar la masa en mi boca de manera apropiada (unas cincuenta veces) y sorbí el amargo café sin premura. Lo miré directamente y procuré no demostrar la docena de sentimientos que de pronto me había sucumbido por completo.
– Escribo.
Laura, mi hermana mayor, apartó la vista y sonrió. Intuí que le había producido gracia la respuesta, tan evidente viniendo de mí. Siempre andaba escribiendo. Al momento de escoger una profesión, dejé que mi intuición tomase posesión por sobre el sentido común y había decidido entrar a Literatura en una universidad privada y carísima. A papá no le había molestado en lo absoluto: sabía que de todas formas iba a tener que mantenerme hasta bien entrada mi adultez, que no se vislumbraba por ningún lado. Sin embargo, mi respuesta esa mañana pareció pertúrbalo, y creía saber porqué: ya no podía tener certeza sobre mi rutina si no podía observar precisamente lo que en verdad hacía en el parque. Su campo de control había encontrado un límite, y mi aparente honestidad más bien lo acrecentaba.
– ¿No es algo incómodo escribir en el pasto?
– No. No te imaginas lo reconfortante que es, papá. Deberías intentarlo – me levanté de mi asiento con la taza casi llena y con una tostada sin comer –. A todo esto, el fin de semana iré a la casa de la Trini en Santo Domingo. Va a estar de cumpleaños y fijo que tengo que estar presente.
Llevé mi taza casi llena de café y mi plato con la tostada hasta el fregadero. Había perdido el apetito y me sentía desanimada ante la idea de un nuevo día con mis compañeros de universidad. Ellos no entendían ni la sombra de los problemas que intentaba sobrellevar día a día: trabas que ni yo misma sabía definir con claridad, pero que me mantenían hundida en una especie de lodazal cotidiano. Me dirigí luego al mueble donde guardábamos la loza, que estaba por encima de la mesa de diario donde papá y Laura aún devoraban el desayuno. Era mi turno de preparárselo a mamá. Había pensando en huevos revueltos, pan, juego de pomelo y café, pero mi desánimo me obligó a decidir por rebanadas sin tostar y manjar casero. Levanté los brazos para abrir la alacena y sacar la bandeja y la taza, y entonces que sucedió algo inesperado. Las mangas de mi holgado chaleco descendieron hasta mis codos y las cicatrices (antiguas y recientes) en mis dos brazos se pudieron ver claramente a la luz de la mañana, que penetraba por los grandes ventanales que daban al jardín. Ahogué un pequeño grito y giré en redondo. Bajé los rápidos tan rápido como pude. Contuve la respiración y me preparé para las inexorables interrogaciones que me iban a hacer. Pero ni papá ni Laura notaron nada. Volví a sentir alivio. Supongo que estaban muy ocupados ocultando sus propias cicatrices.
Después de mi penúltima clase del día (la última era un verdadero fiasco y no merecía el esfuerzo de quedarme) fui directo a mi lugar en el parque Costanera. Eran las cuatro y media cuando me senté en el frío césped a contemplar la serpiente hedionda que era el Mapocho. Lloré casi una hora. A mis espaldas pasaban niños corriendo y jugando, seguidos por sus madres que charlaban de vestuario y decoración o comentando algún libro éxito en ventas que les brindaba cierta tranquilidad intelectual, al hacerles sentir parte de una elite literaria, que lo habían comprado con la tarjeta de crédito y leído en tiempo récord. Se me acercaron dos vendedores de helados a los cuales ignoré por completo, y un perro bien alimentado fue a olisquearme por unos instantes antes de volver donde su dueño indiferente. Todos ellos ignoraban que la mujer tan bella del cabello rubio sentada ahí no esperaba la hora de que oscureciera un poco más para sacar las cuchillas y atravesarlas por su capa exterior de piel.
Y sólo así sentir que el oxígeno lograba al fin entrar en mis pulmones. Entrar y luego salir para siempre.
Y la sangre.

* * *
No me di cuenta que me había quedado dormida luego de un rato. Desperté cuando ya la tarde daba lugar a la noche temprana. Sentí frío, percatándome de que estaba usando una simple camiseta de tirantes y mis jeans gastados. En mi piel habían quedado marcas que el pasto había hecho y las luces giraban irregularmente por sobre mi cabeza.
De pronto, los oí aullar.
El grupo de adolescentes que había visto la vez anterior estaba de nuevo en el lugar habitual. Confirmé el número: tres hombres y tres mujeres. O mejor dicho: tres hombres con voz afeminada y tres mujeres de cabeza rapada y camisas sin mangas. Cantaban la melodía que emergía de un aparato que no logré identificar y eran tan ruidosos como la última vez. Ya no quedaba más gente paseando ni guarda parques alrededor, por lo que supuse que se sentían en la libertad de hacerlo, sin pensar quizás en la falta de prudencia para con el resto de las personas.
Me incorporé y me quedé quieta, sentada de piernas cruzadas y mirándolos fijamente. Estuve así un par de minutos, sin que ellos repararan en mi presencia. Luego, los recientes cortes empezaron a arder de nuevo (en verdad, nunca habían dejado de hacerlo, sólo que en mi inconsciente sueño no lograba identificar el dolor).Contemplé mi antebrazo derecho y cerré los ojos con vehemencia.
– ¡Oye, tú, la pelolais! – escuché la voz de una muchacha, en un momento.
Abrí los ojos y consideré mi situación. Obviamente se dirigían a mí, y yo debía hacer algo rápido. Hablarles o tomar mi bicicleta y huir lejos.
– ¡Oye, cuiquita! ¿Por qué tan sola?

domingo, 3 de enero de 2010

Un rostro en el agua.



Sumergirme en el agua nunca había sido tan silencioso. Tan repentino. Contemplar los pliegues del líquido que me rodeaba para luego dejar que el aire entrara en mi cuerpo con violencia, y me llenara por completo, incluso aquellos lugares donde la desesperanza había vaciado ya toda la vida. Con los ojos cerrados y el corazón enjuto, me adentré en parajes de azul vespertino. Cuando mi cabeza estaba totalmente sumergida, abrí los ojos y desaté a mi ánima: ella merecía ver también. Todo a mi lado se movía en cámara lenta, ya que el tiempo y la luz abandonan sus leyes al ingresar en el agua. Era otro mundo, otra dimensión: las expectativas habían perdido su peso y mis brazos se movían como dos algas sureñas. Me creía un pez, un pez condenado. El agua barría de mi piel las partículas de realidad y me invitaba a acercarme a su reino, orgullosa, altanera. Deseaba rendirle honores, alzar en su nombre un altar de flora y fauna pagana, en agradecimiento del espectáculo que le estaba ofreciendo a mis ojos: un azul profundo, un azul vespertino.
Y de pronto, su rostro.
Comenzó a moverse en óvalos, lejano y tibio. Luego comenzó a definirse con precisión y se volvió nítido frente a mi cara. Su frente abundante y sus pómulos generosos, los ojos negros como dos mentiras, la boca terca e impasible, levemente torcida hacia la izquierda, y sus orejas de infante. Mantuvo su mirada postergada sobre mi cuerpo, como inquiriendo y analizando, y luego sonrió de placer. Empecé a alejarme lentamente, hasta que topé con la muralla embaldosada de la piscina, y ahí sostuve mis ganas de nadar contra la corriente y besar sus labios. El rostro se mantuvo prudente, fatuo, y de pronto alejó la mirada. Vi cómo sus contornos ahora eran humo, vapor angustiado.
Pero el aire ya no circulaba por mis pulmones y me costaba más y más moverme. Creí ver una araucaria enterrada en el fondo de la piscina y a una campesina nadar a mi lado, sacando el musgo de las orillas. En un último esfuerzo, di una patada en el piso y el agua hizo el resto del trabajo. A los pocos segundos ya me encontraba flotando en la superficie, mirando el cielo gris, en calma.
A mis espaldas aún nadaba aquel rostro en el agua. Al igual que en mi mente.

Luis Bravo.