domingo, 3 de enero de 2010

Un rostro en el agua.



Sumergirme en el agua nunca había sido tan silencioso. Tan repentino. Contemplar los pliegues del líquido que me rodeaba para luego dejar que el aire entrara en mi cuerpo con violencia, y me llenara por completo, incluso aquellos lugares donde la desesperanza había vaciado ya toda la vida. Con los ojos cerrados y el corazón enjuto, me adentré en parajes de azul vespertino. Cuando mi cabeza estaba totalmente sumergida, abrí los ojos y desaté a mi ánima: ella merecía ver también. Todo a mi lado se movía en cámara lenta, ya que el tiempo y la luz abandonan sus leyes al ingresar en el agua. Era otro mundo, otra dimensión: las expectativas habían perdido su peso y mis brazos se movían como dos algas sureñas. Me creía un pez, un pez condenado. El agua barría de mi piel las partículas de realidad y me invitaba a acercarme a su reino, orgullosa, altanera. Deseaba rendirle honores, alzar en su nombre un altar de flora y fauna pagana, en agradecimiento del espectáculo que le estaba ofreciendo a mis ojos: un azul profundo, un azul vespertino.
Y de pronto, su rostro.
Comenzó a moverse en óvalos, lejano y tibio. Luego comenzó a definirse con precisión y se volvió nítido frente a mi cara. Su frente abundante y sus pómulos generosos, los ojos negros como dos mentiras, la boca terca e impasible, levemente torcida hacia la izquierda, y sus orejas de infante. Mantuvo su mirada postergada sobre mi cuerpo, como inquiriendo y analizando, y luego sonrió de placer. Empecé a alejarme lentamente, hasta que topé con la muralla embaldosada de la piscina, y ahí sostuve mis ganas de nadar contra la corriente y besar sus labios. El rostro se mantuvo prudente, fatuo, y de pronto alejó la mirada. Vi cómo sus contornos ahora eran humo, vapor angustiado.
Pero el aire ya no circulaba por mis pulmones y me costaba más y más moverme. Creí ver una araucaria enterrada en el fondo de la piscina y a una campesina nadar a mi lado, sacando el musgo de las orillas. En un último esfuerzo, di una patada en el piso y el agua hizo el resto del trabajo. A los pocos segundos ya me encontraba flotando en la superficie, mirando el cielo gris, en calma.
A mis espaldas aún nadaba aquel rostro en el agua. Al igual que en mi mente.

Luis Bravo.

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