martes, 29 de diciembre de 2009

Sofía.


En este mismo lugar, a dos metros del piso, aguanté la imagen pétrea de Sofía. Desde pequeño la acompañé en el pasar de sus horas jubiladas, sentada en la banca que se encuentra bajo el palto. Después del almuerzo, ella solía rezar sentada a la mesa para pedir por aquellos que no tenían alimento. Lo hacía tan indiferentemente que siempre he dudado si aquellas súplicas fueron alguna vez escuchadas. En esos minutos, yo aprovechaba de lavarme los dientes, sacarme el uniforme, mear y ver unos pocos segundos de televisión. Cuando escuchaba el garraspar de su garganta, me dirigía velozmente hasta ella y le ayudaba a bajar las escaleras. Llegábamos al patio a eso de las dos y media de la tarde, cuando ya el sol iniciaba tímidamente su descenso, y nos instalábamos en nuestros rincones habituales. Ella apenas se sentaba, comenzaba a cantar melodías añejas con voz de hombre, siempre con una sonrisa en los labios salivosos. Yo, ya refugiado en mi árbol, intentaba descifrar lo que aquellas canciones decían. De todas las que recuerdo, mi favorita era esa que aclamaba: “Y de paso en esta vida vamos llorando, sufriendo los minutos y las horas que pasan”.

No obstante, ahora ya no pienso en el pasado. No me interesa lo aconteció en los días previos a este día, pues de alguna manera todo pierde y gana sentido a la vez. Lo pierde pues empiezo a entender que todo lo que hecho ha sido inútil si no ha tenido como finalidad al amor. Y lo gana, pues siento que he recorrido un camino sinuoso pero constante, que me llevó a conocerlo meses atrás.
Pienso en Luz.

[Otro extracto de mi novela, pronto hay más]